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Migrar al hogar, volver a casa ajena – Los desvíos entre Colombia y Venezuela de los refugiados venezolanos durante la pandemia de Covid-19

Mexico & Central America

Entrevista con Fernando Garlin Politis,
realizada por Yoletty Bracho

Para empezar, ¿podría hacernos un breve resumen del estado de la migración venezolana en América Latina? Y más precisamente, ¿podría explicarnos cuáles son las políticas de acogida para los refugiados venezolanos en la vecina Colombia?

En menos de seis años, la migración venezolana se ha convertido en el mayor éxodo de la historia contemporánea de América Latina y el segundo del mundo, después de la migración siria. Ante la llegada masiva de venezolanos, la mayoría de los países sudamericanos han puesto en marcha medidas para controlar u organizar el flujo de refugiados. Así, se han emitido visados “humanitarios” o “democráticos” para regular la situación de los venezolanos en países como Ecuador, Chile y Perú. En comparación con las espectaculares políticas de devolución y deportación de las poblaciones refugiadas que tienen lugar en las fronteras de Estados Unidos y de varios estados europeos, estas restricciones parecen ser más sutiles y sus efectos en términos de división y marginación de las poblaciones menos perceptibles.

El país que recibe el mayor número de refugiados venezolanos es Colombia. En febrero de 2020, las estadísticas oficiales contabilizaban 1.825.000 venezolanos en suelo colombiano, de los cuales el 66% estaban en situación irregular. Otras organizaciones internacionales impugnan estas cifras juzgándolas demasiado bajas, considerando que hay hasta 3 millones de venezolanos en Colombia.

En este contexto de migración masiva, el gobierno colombiano ha construido su política de acogida de refugiados venezolanos en dos etapas. Una primera, de 2018 a enero de 2021, durante la cual el discurso oficial promovió una política de “integración a través del trabajo” de esta población. Una segunda, que comenzó el 8 de febrero de 2021 y que podría calificarse como una política de “integración humanitaria”, prometiendo la regularización de 1,7 millones de venezolanos indocumentados en el territorio a través de un “estatuto de protección temporal a los migrantes”. Como la segunda etapa es aún muy reciente, en esta entrevista me enfocaré en los efectos de la política de “integración por el trabajo” en la vida de los refugiados venezolanos y la desarticulación de dicha política durante el primer año de la pandemia.

En 2018, el gobierno colombiano emitió un Permiso Especial de Permanencia (PEP) para los refugiados venezolanos. Este contemplaba un derecho de residencia temporal para los ciudadanos venezolanos durante 90 días, prorrogable hasta dos años. Aunque el permiso como tal es gratuito, para obtenerlo se exige un pasaporte válido, condición que excluye de facto a un gran número de refugiados ya que los venezolanos pueden esperar hasta un año para recibir sus pasaportes si los solicitan por la vía oficial. En consecuencia, muchos optan por acortar a toda prisa este período de espera, pagando hasta 2.000 dólares a los empleados de las administraciones públicas para agilizar el proceso. Ahora, dado que una de las principales razones por las que los venezolanos huyen del país es precisamente la falta de medios económicos, los mecanismos no-oficiales para la obtención del pasaporte representan otro obstáculo para aquellos que se encuentran en una situación económica difícil, obligándoles a pedir préstamos que les hacen llegar a Colombia en una situación aún más precaria.

Sin embargo, una vez expirado el periodo de validez del PEP, no existía ningún mecanismo para acceder a la residencia permanente en Colombia. Esta restricción tuvo un impacto aún mayor en la vida de los refugiados venezolanos, quienes, como han señalado las asociaciones de venezolanos en Colombia, ya tenían grandes dificultades para abrir una cuenta bancaria, obtener contratos de trabajo, matricularse en la universidad o que se les reconozca su experiencia profesional en Venezuela. Este último aspecto ha obligado a una gran parte de ellos a vivir de la economía informal, sobre todo del comercio callejero y en particular de la venta ambulante de café o dulces.

Situaciones que fueron bien resumidas por el representante de una organización humanitaria internacional, quien afirmó en un foro universitario al que asistieron representantes del Ministerio de Trabajo de Colombia que “los venezolanos tienen que hacer los trabajos que los colombianos ya no quieren: recoger escombros o residuos, trabajos pesados en las industrias u otros”. Estas realidades fueron socavando el discurso de las autoridades colombianas que planteaban una supuesta “integración a través del trabajo”.

En este contexto de endurecimiento de las políticas de acogida, suponemos que la pandemia de Covid-19 tuvo un efecto aún más restrictivo sobre las vidas de los refugiados. ¿Podría decirnos cómo se ven afectadas las políticas de acogida por la pandemia y qué efectos puede haber tenido el confinamiento sobre los refugiados venezolanos?

La pandemia de Covid-19 puso a prueba las políticas migratorias de Colombia hacia los refugiados venezolanos. El cierre de las fronteras el 14 de marzo de 2020 y la aplicación del confinamiento una semana después –hasta el 31 de agosto, es decir, durante más de cinco meses– afectaron las actividades comerciales que son las únicas fuentes de ingresos de una población venezolana que depende en un 90% del trabajo informal, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Además, la mayoría de las oficinas de ayuda a los refugiados fueron cerradas, al igual que muchos albergues y centros de acogida para los venezolanos quienes se vieron entonces privados de apoyo económico.

Esta coyuntura nos lleva a observar un aumento de la inseguridad económica y de la falta de protección de la población venezolana refugiada en Colombia. Situación que revela una vez más los límites del discurso de la “integración a través del trabajo” y pone de manifiesto las prácticas sutiles de rechazo que acompañaron la implementación de esta política migratoria. Hecho que nos lleva a observar cómo la creciente inseguridad y precariedad de los refugiados venezolanos tiene como consecuencia el regreso de algunos de ellos a su país de origen.

Las estadísticas colombianas muestran que un 2,35% del total de la población venezolana refugiada regresó a su país durante el año 2020. Sin embargo, esta dinámica sigue siendo minoritaria. En efecto, los retornos representan sólo una pequeña parte del total de la población venezolana refugiada en Colombia, sobre todo si se tiene en cuenta que antes de las medidas restrictivas de la pandemia la tasa de refugiados venezolanos que llegaban a Colombia seguía en aumento: un 62% de incremento entre 2017 y 2018, y un 39,45% entre 2018 y 2019. Por último, estas estadísticas deben ser comprendidas en relación con el testimonio de miles de familias de «caminantes», que cruzan diariamente la frontera por rutas clandestinas mientras se mantienen vigentes las fuertes restricciones de movilidad ocasionadas por la pandemia.

Entonces, ¿quiénes son los refugiados que emprenden el viaje de vuelta, y cómo construyen su viaje de regreso tanto en los aspectos materiales como subjetivos?

A través de las entrevistas que pude realizar a distancia debido a las estrictas restricciones de acceso y desplazamiento por la pandemia, logré identificar dos categorías principales de venezolanos que regresan al país.

La primera categoría, minoritaria, está formada por miembros de una clase media periurbana que regresa a Venezuela de forma permanente. Tres razones principales parecen motivar este retorno. En primer lugar, estas personas cuentan con un alojamiento en Venezuela, cosa que no lograron asegurarse en Colombia. Dicho alojamiento viene dado ya sea porque son propietarios de un apartamento, o porque pueden regresar a la casa familiar. En segundo lugar, las personas pertenecientes a esta categoría consideran que, ante una situación de fuerte incertidumbre tanto en Colombia como en Venezuela, enfrentarían las dificultades con mayor éxito en su país de origen. La tercera razón es la discriminación que sufren en Colombia, y en particular la sensación de que son tratados como “mendigos” o que los explotan. Así, de estos testimonios se deduce que tanto los lazos económicos como familiares motivan el regreso al país de origen de un grupo que se siente doblemente desclasado, tanto en su país de origen como en el país de destino.

La segunda categoría, mayoritaria, está formada por personas de las clases populares originarias de la periferia de las ciudades de pequeña escala de Venezuela, así como de sus zonas rurales. Este grupo de personas regresa al país con el objetivo de preparar mejor su próximo viaje de salida: como dice Franklin, «ahora, [para] migrar a la casa de uno, luego [para] volver a la casa del otro». Los miembros de este grupo vivieron una primera experiencia migratoria difícil, ya que salieron del país sin papeles y sin conocer los procedimientos legales para obtener un permiso de residencia en Colombia. En consecuencia, han sido objeto de distintas estafas al momento de intentar regularizar su situación migratoria a través de la adquisición de falsos documentos de identidad o de un PEP.

Generalmente, los refugiados emigran como respuesta a un detonante: el asesinato de un familiar, la falta de alimentos, agua y electricidad, la escasez de medicamentos en los hospitales, entre otros. Tras dichos eventos o situaciones, deciden abandonar su país y emprender un largo viaje, casi siempre a pie. Los refugiados expresan haber aprendido a “sobrevivir” ante las diversas situaciones de dificultad a las que se han enfrentado y se muestran dispuestos a realizar este viaje varias veces como parte de su búsqueda incansable para lograr mejores condiciones de vida.

Entendemos a partir de su seguimiento de los grupos de refugiados la complejidad que caracteriza el proyecto de retorno al país, y sus diversas consecuencias. Nos preguntamos, ¿cómo son recibidos los refugiados una vez que regresan a Venezuela en el contexto sanitario actual? ¿Y cuáles son los mecanismos que explican por qué algunos de ellos deciden quedarse en el país, mientras que otros preparan un nuevo viaje de partida?

Una vez que el proceso de retorno a Venezuela está en marcha, la ruta emprendida varía según la calidad de las relaciones sociales de las personas o grupos que retornan. La historia de Yolanda, una refugiada que regresó definitivamente a Venezuela después de dos años en Colombia, es una buena ilustración de las dificultades a las que se enfrentan los venezolanos para regresar a su país en el contexto de la pandemia.

Yolanda viene de las afueras de Caracas, donde trabajaba en una peluquería. Decidió emigrar a Colombia después de que unos amigos le ofrecieran un trabajo como peluquera a domicilio en la ciudad fronteriza de Cúcuta. El anuncio del confinamiento la obligó a interrumpir su actividad de manera indefinida. En ese momento, viéndose sin perspectivas de estabilidad económica a corto plazo y sin apoyo familiar, optó por regresar a Venezuela y construir su nuevo medio de subsistencia temporal a partir de la venta de perfumes que logró comprar con sus ahorros antes del retorno.

Así, el viaje de regreso a casa de Yolanda comenzó en Cúcuta, inscribiéndose en una lista de espera para cruzar la frontera a través de un corredor humanitario. El decimoséptimo día, a sabiendas de que la espera podía durar otras dos semanas y sin los recursos necesarios para subsistir durante ese tiempo, Yolanda decidió llamar a uno de sus primos, miembro de las fuerzas armadas venezolanas. El primo en cuestión se valió entonces de sus contactos con los funcionarios colombianos de aduana para hacer pasar a Yolanda por la frontera sólo dos días después de su llamada. Este ejemplo muestra cómo la gestión fronteriza funciona mediante intercambios rutinarios e informales entre funcionarios venezolanos y colombianos.

Una vez que Yolanda llegó a Venezuela, su viaje estuvo marcado por varios desvíos en espacios controlados por autoridades y militares venezolanos. Primero fue trasladada a uno de los “refugios” creados por el gobierno para controlar la movilidad de los venezolanos en el país con el objetivo de evitar la propagación del virus. Estos lugares se conocen como Puntos de Atención Social Integral (PASI). Luego fue transportada a un centro deportivo dirigido y resguardado sólo durante el día por personal militar.

Camas militares en un refugio

Los “refugiados” debían permanecer en esta instalación improvisada hasta que recibieran los resultados de las pruebas Covid. Después de este segundo refugio, Yolanda fue llevada en un autobús del ejército a una escuela donde permaneció nueve días. Consiguió salir rápidamente de la escuela tras haberse ganado la confianza del vigilante, alertándolo de la urgencia de hacer salir de allí a dos mujeres que estaban a punto de dar a luz.

El interior de un refugio

Una vez que llega a Caracas, Yolanda comenta que a diferencia de varios de sus conocidos que fueron internados en un hotel durante veintiún días como (des)medida preventiva del gobierno, a ella la “dejaron ir” rápido y sin explicarle el motivo. Y así, después de un largo viaje de cincuenta y ocho días, Yolanda afirma que su regreso a Venezuela es definitivo. Sin embargo, se mantiene en contacto vía WhatsApp con los “refugiados” que conoció en el PASI de San Antonio del Táchira, quienes la invitan a regresar con ellos a Colombia en cuanto las fronteras sean reabiertas. Frente a tales invitaciones, Yolanda afirma que ella se dispone a quedarse en Venezuela argumentando que ama a su país, aunque la vida siga siendo difícil y aunque ahora ella se sienta un poco extranjera en su propio país.

Analizando la historia de Yolanda, su decisión de quedarse en Venezuela parece explicarse por dos razones principales: en primer lugar, el haberse visto obligada a endeudarse en Colombia para mantenerse, lo cual le creó muchísima ansiedad. En segundo lugar, Yolanda dice que ella prefiere sobrevivir en una ciudad donde pueda proporcionarle un techo a sus hijas, algo que finalmente puede hacer con mayor facilidad en Venezuela que en Colombia. Y, sin embargo, Yolanda afirma estar dispuesta a volver a marcharse, “si Dios así lo quiere”.

Al conocer los relatos de estos viajes difíciles e inestables, se plantea de forma evidente la cuestión de los efectos que estos periplos pueden tener sobre los refugiados. ¿Podría darnos un comentario sobre la subjetividad de los refugiados que usted ha seguido durante su investigación?

Haciéndole seguimiento al viaje de Yolanda y al de varios otros refugiados durante la pandemia, he podido observar los efectos de dicha experiencia tanto en la manera como los refugiados definen sus necesidades materiales (comida, albergue, cuidados…) y subjetivas (sentirse legítimos, tomados en cuenta…), como en sus capacidades para interpelar a las autoridades locales e internacionales para poder satisfacer dichas necesidades. La experiencia de Yolanda nos revela un cierto sentimiento de desapego ocasionado por el rechazo sutil de los refugiados tanto en Colombia como en Venezuela. En ese sentido, el periplo de refugiada de Yolanda aunado a su inmovilización como consecuencia de las medidas sanitarias establecidas por ambos países pone de manifiesto el bajo nivel (o ausencia total) de expectativas que ella tiene respecto a las distintas formas de protección de refugiados propuestas tanto por actores gubernamentales como internacionales. Vemos entonces cómo esta experiencia le impide a los refugiados, como Yolanda, reclamar sus derechos y solicitar la protección que necesitan.

La experiencia migratoria también tiene un fuerte impacto en la manera cómo estas personas se proyectan en el futuro. De hecho, muchos de los refugiados que regresan a Venezuela parecen desistir de la visión de un futuro mejor. Una falta de esperanza que se ve de manera aún más pronunciada en el contexto de la pandemia, dada la criminalización generalizada de los refugiados por parte del gobierno venezolano a su regreso al país, la cual provoca nuevos sentimientos de exclusión. Uno de mis entrevistados resume muy bien estos sentimientos: “No pido nada a nadie, no quiero que me den nada, sólo quiero tener algo que hacer y que me paguen para poder comer, en cualquier sitio”.

En conclusión, vemos cómo las prácticas de rechazo sutil a refugiados se hicieron más visibles durante la pandemia de Covid-19 en ambos lados de la frontera, produciendo sujetos desvinculados de la protección social y sanitaria de cada Estado.

Para profundizar el tema:

  • Eduardo Domenech, «“Las migraciones son como el agua”: Hacia la instauración de políticas de “control con rostro humano”», Polis [en línea], 35 | 2013

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