En junio de 2022, murieron más de 50 migrantes mexicanos y centroamericanos en el calor abrasador de un tráiler abandonado a las afueras de San Antonio, Texas. Después de que su chofer huyera tras una supuesta falla mecánica, salió a la luz el intento conocido de migración ilegal que más muertes ha cobrado en Estados Unidos. Los gobiernos de la región muy pronto culparon a los contrabandistas de personas o “coyotes” por las muertes y reafirmaron su compromiso de acabar con esa actividad ilícita. Mientras tanto, los conservadores y republicanos de EUA atribuyeron la tragedia a las supuestas políticas de “fronteras abiertas” de la administración de Biden y apelaron a tomar medidas más drásticas contra la inmigración.
Volver a centrar el foco en el cruce ilegal de personas y en la seguridad fronteriza es tan predecible como inútil. Predecible porque se basa en el discurso político de hace una década que convierte a las redes criminales en chivos expiatorios de los efectos dañinos de las políticas migratorias hostiles. Inútil porque oculta las razones por las que la gente del Sur Global decide emprender ese viaje clandestino y peligroso. La “razón” que buscan es la migración forzada. Como ha dicho el sociólogo David Bartram, la migración forzada se da cuando los individuos sienten que su vida o su sustento se ven amenazados y no encuentran alternativa a huir dentro de las fronteras de su país o hacia afuera de ellas. ¿Qué es lo que impulsa esos desplazamientos?
En el caso de El Salvador, gran parte de la movilidad se relaciona con la violencia de las pandillas. Sin embargo, las políticas que han establecido los gobiernos desde inicios del 2000, supuestamente para reducir y prevenir ese tipo de violencia, han exacerbado el problema. Como demuestro en este artículo, una mezcla de políticas simbólicas y políticas tras bambalinas ha estimulado la transformación de las bandas del país y ha servido de acelerador de su comportamiento destructivo. El Salvador necesita acabar con las respuestas politizadas que da a esos grupos si pretende construir comunidades verdaderamente pacíficas y detener el éxodo de sus ciudadanos.
Escape de una vida imposible
Los pueblos de todo el mundo están desarticulados por el conflicto, la violencia y las violaciones a los derechos humanos. Datos del ACNUR indican que, a finales de 2021, había 89.3 millones de personas desplazadas en el mundo, entre ellas, 1,186,879 de refugiados, solicitantes de asilo y desplazados internos de Honduras, Guatemala y El Salvador. Esa cifra probablemente pinte un panorama incompleto, pues las estadísticas oficiales no incluyen a los individuos que contratan coyotes, a quienes evaden la detención ni a quienes desaparecen o mueren en tránsito.
Mi investigación muestra que la precariedad económica, los efectos del cambio climático y la violencia de género, además de la violencia criminal y de pandillas, son factores que contribuyen a la migración forzada dentro y desde la parte norte de Centroamérica. El Salvador comparte con sus vecinos una historia de violencia política e intervención estadounidense. El país emergió de una guerra civil en 1992, cuando se firmaron los acuerdos de paz dirigidos por la ONU en una transición a la democracia sin precedentes. Sin embargo, desde entonces el país ha vivido en una paz negativa: las causas estructurales del conflicto armado siguen sin atacarse, y esa falla pronto dio cabida a las pandillas callejeras.
Las primeras pandillas surgieron en la década de 1960, cuando los jóvenes desencantados se empezaron a juntar en sus barrios. Pero tres décadas después sufrieron una drástica transformación, cuando Estados Unidos inició la expulsión masiva de no ciudadanos, incluidos muchos jóvenes nacidos en El Salvador que se habían unido a pandillas callejeras en Los Ángeles. El país centroamericano no estaba preparado para la llegada de los deportados ni para importar la cultura de las bandas al estilo estadounidense, y grupos como la Mara Salvatrucha (o MS-13) y Barrio 18 (hoy dividido en las facciones rivales de los Sureños y los Revolucionarios) les ofrecieron a los adolescentes alienados un sentido de pertenencia, identidad y estatus social. De inicio, las pandillas fueron recibidas con indiferencia, pero poco a poco empezaron a organizarse mejor, a tener un carácter más empresarial y a estar mejor preparadas para llevar a cabo actos de violencia brutales e indiscriminados.
Aunque las bandas se hayan ido esparciendo en los asentamientos rurales, mantienen una abrumadora presencia en las zonas urbanas empobrecidas del país. Sus miembros afectan a los habitantes imponiendo restricciones a la movilidad, el reclutamiento forzado, la extorsión y la complicidad al cometer delitos. Quienes se niegan a cumplir tales expectativas o las desafían se enfrentan a amenazas o a violencia real. Por ejemplo, Manuel, que tenía 33 años cuando lo entrevisté en México, había trabajado en relaciones públicas para un gobierno municipal salvadoreño. Su casa, a las afueras de la capital, San Salvador, se ubicaba entre un mosaico de territorios de pandillas. Cuando construyó un muro para evitar que los miembros de las bandas usaran de atajo su propiedad, el MS-13 le dio 24 horas para huir y salvar su vida. A diferencia de muchos salvadoreños, Manuel decidió reportar las amenazas a la policía, pero, como funcionario público en activo, se dio cuenta de que, si provocaba a la pandilla, ésta tomaría represalias. Le aconsejaron que buscara otro lugar para vivir y pidió asilo —con éxito— en México, pero el trauma de lo que le había pasado permanece: “Las pandillas gobiernan El Salvador”, dijo con hartazgo, “y no hay quien las pare”.
Todos aquellos que están en la mira de alguna pandilla tienen que cambiar su rutina y lugar de residencia. Algunos, atados a su país por tener recursos limitados o por sus vínculos familiares o nacionales, se reubican a nivel interno y tratan de mantener un bajo perfil. Sin embargo, las víctimas pronto se dan cuenta de que en El Salvador nunca van a estar a salvo. Entonces se dirigen hacia México o, con mayor frecuencia, a Estados Unidos, país que asocian con seguridad, oportunidades económicas y lazos familiares preexistentes. En México se ha dado un fuerte aumento en las solicitudes de asilo desde 2013 y a ese país le ha costado trabajo procesarlas de manera eficiente y crear condiciones adecuadas de vivienda, servicios de salud y empleo. Por su parte, Estados Unidos ha mantenido medidas de la administración de Trump (como los Protocolos de Protección a Migrantes y Título 42) que fueron diseñadas para evitar que entraran migrantes. El país también presiona a México por medios diplomáticos, comerciales y financieros para que actúe como su agente migratorio. Los desplazados, incapaces de conseguir protección o de regresar a casa, se encuentran atrapados en el limbo. Para los salvadoreños, este predicamento se suma al rechazo de sus líderes políticos a adoptar una política distinta para lidiar con las pandillas.
El espectáculo de la guerra
Desde 2003, la represión o una severa aplicación de la ley han sido los enfoques predilectos de El Salvador contra las pandillas. En ese entonces, el presidente Flores, del partido conservador ARENA, lanzó una estrategia de mano dura que pretendía combatir tanto las rampantes tasas de homicidio en el país como a las pandillas, que supuestamente provocan ese derramamiento de sangre. Pero el plan, que se basaba en patrullas militarizadas, redadas en los barrios y arrestos masivos, en realidad lo que pretendía era ganarse el voto popular para las próximas elecciones. Los medios de comunicación tradicionales describían a los pandilleros, tatuados hasta los codos, como monstruos, y sugerían que la única respuesta razonable era la represión, no la prevención ni la integración.
La idea de combatir la violencia con violencia resonaba en la cultura política autoritaria de El Salvador (idea que se profundizó durante la guerra civil), pero las medidas resultaron ser sumamente contraproducentes. La cantidad de asesinatos escaló, y la detención en cárceles segregadas por pandillas tuvo el efecto de hacer que las bandas se cohesionaran más y que la extorsión se volviera más sistemática. La mano dura fue lo que el politólogo Murray Edelman describió como política simbólica: una estrategia que buscaba tranquilizar a los ciudadanos y convencerlos de que se estaban tomando medidas para combatir la violencia, pero sin hacer lo que realmente se necesitaba para resolver el problema a largo plazo. La política simbólica de la represión contra las pandillas conlleva el riesgo real de normalizar la participación militar en la seguridad pública y de desplazar a las instituciones civiles.
Desde entonces, todos los presidentes de El Salvador han reciclado la estrategia de reprimir a las pandillas para conseguir ganancias políticas inmediatas. Nayib Bukele, del partido Nuevas Ideas, en el gobierno desde 2019, es quien más recientemente lo ha hecho. Desde 2009, si no es que antes, los políticos a nivel nacional y local también han pactado de manera encubierta con las pandillas. La administración de Funes (2009-2014) negoció una reducción de los homicidios a cambio de relajar la aplicación de la ley y de mejores condiciones carcelarias. ARENA y el FMLN se acercaron a las bandas para movilizar a los electores en 2014, y Bukele, cuando era alcalde de San Salvador (2015-2018), hizo un trato con las pandillas para que su trabajo en el centro de la ciudad no fuera tan complicado. Como presidente, Bukele se ha mostrado duro con las bandas ante los ciudadanos, pero simultáneamente su equipo ha acordado con ellas descensos en los homicidios. Las treguas o pactos —ampliamente condenados entre la ciudadanía— con dichos grupos se mantenían en secreto para evitar una reacción popular negativa y no se hicieron como parte de una política amplia para lidiar con las bandas; son lo que el sociólogo Erving Goffman ha llamado “política tras bambalinas”: un comportamiento invisible al público pero vital para mantener la ilusión creada sobre el desempeño del gobierno.
Como herramientas para manejar la violencia, las treguas son pragmáticas pero poco confiables. Por un lado, pueden producir disminuciones instantáneas en los asesinatos que el aparato de seguridad no es capaz de lograr, pero por el otro, les recuerdan a las pandillas el poder político que tienen y su capacidad de exigir que se cumplan sus demandas. Con la misma presteza con la que pueden detener el fuego, pueden reanudarlo para presionar a otros actores a cumplir su parte del pacto: las alzas repentinas y drásticas en los homicidios de 2015 y 2022 llegaron cuando se violó la tregua. Los homicidios registrados han disminuido considerablemente con Bukele, pero no se puede negar que las desapariciones han aumentado, que la extorsión ha persistido, ni que el poder de las pandillas en las comunidades locales permanece inmutable.
Hay que desarraigar la violencia, no a la gente
La violencia que no sale en los encabezados de los periódicos salvadoreños —el terror mudo, la incertidumbre, la falta de respuesta de un Estado que es abusivo en sí mismo— hace la vida imposible para muchos ciudadanos. Para enfrentarse a las raíces de la migración forzada, las élites gobernantes tendrán no sólo que comprometerse a hacer reformas institucionales y de desarrollo más amplias, sino también a tratar la actividad pandillera de otra forma. A diferencia de lo que sucede actualmente, esto no significa ver a esos grupos a través de la lente del crimen organizado o del terrorismo y buscar la ampliación de las sentencias para los pocos casos que llegan a juicio. Cualquier gobierno que pretenda implementar una estrategia sostenible para tratar con las bandas también tendrá que adoptar un discurso que haga que la paz sea más atractiva que el conflicto. Pues, como dijo Manuel, “me gustaría que El Salvador sanara sus heridas de la violencia, que fuera un lugar por el que pudieras caminar sin respirar tanta tensión. Para que el país deje de estar en una guerra muda, sus líderes tienen que cambiar su forma de pensar y empezar a promover la paz”.