Introducción
Carlos Monsiváis decía que “el narcotráfico ha alterado trágicamente las comunidades campesinas […]. La siembra de mariguana y amapola ha sido fuente sistemática de perturbación”.1 Desde esa perspectiva, podríamos suponer que son los cultivos ilícitos los que provocan la violencia de las sociedades agrarias. En este texto quiero plantear algo distinto.
Mi hipótesis es que la violencia es un instrumento de producción de orden que trasciende, por mucho, el negocio de las drogas. Cuestiono las narrativas que suponen una correspondencia evidente entre ilegalidad y violencia para mostrar que una de las claves que detona procesos violentos es la experiencia de la humillación. En ese sentido, lo que desencadena un proceso violento no tiene tanto que ver, de modo exclusivo, con el marco legal que sustenta a un intercambio comercial, sino con nociones de justicia, honor y dignidad. Para demostrar dicha formulación recurro a datos etnográficos obtenidos durante diversas estancias de investigación en zonas productoras y de compra-venta de goma de opio en la región de la Sierra de Guerrero, un sitio donde se siembra amapola desde hace más de medio siglo.
El crimen organizado como categoría nativa
Una de las entradas al pueblo está integrada por una construcción que parece una réplica en miniatura de un fuerte pirata –un fortín, diría alguien versado en arquitectura. Unas banderas nacionales cuelgan, lánguidas, de la pesada estructura de cemento. No hay nadie adentro. Así lo evidencia la barra de metal que busca impedir el acceso vehicular y que está permanentemente levantada. Mis interlocutores de investigación dicen que es debido a la temporada vacacional. Es navidad y hay un ambiente de fiesta en el pueblo. Podría parecer absurdo encontrarse con un retén y una pluma en medio del bosque, pero estamos en alguna parte de San Miguel Totolapan, un municipio ubicado en la cresta de la Sierra Madre del Sur, en el estado de Guerrero. Se trata de un pedazo de cordillera montañosa que ha inspirado una variedad de corridos sobre enfrentamientos con las fuerzas armadas, contrabando de drogas y hombres valientes.
El lugar donde me encontraba, una comunidad habitada por cuarenta familias a la que llamaré Pueblo Alto, es parte de una unión de localidades organizadas para defenderse y negociar con los diferentes grupos criminales que buscan ejercer control sobre un territorio en el que se traslapan diferentes regímenes de autoridad. Esta zona de Guerrero es el punto de contacto entre diversos órdenes soberanos detentados por organizaciones dedicadas al tráfico de madera, a la extorsión de empresas mineras, al secuestro, al robo y al tráfico de goma de opio.
Desde los primeros meses de 2014, Pueblo Alto se integró a un grupo de pueblos que han logrado constituirse como interlocutores de las organizaciones criminales de El Pescado, Los Granados y el Grupo de Tlacotepec. Tienen un grupo de autodefensas de alrededor de cuatrocientos hombres. De acuerdo a sus propios relatos, el hecho de que se encontraran en un punto de contacto entre geografías gobernadas por distintas autoridades hacía que sintieran una falta de control sobre su propia vida: “cómo traían pique entre ellos, querían que unos jaláramos con unos, que otros jaláramos con otros y así nos cargaban”. Fue así como decidieron organizarse, “matar a unos poquitos”, expulsar a otros y formar una alianza que les permite negociar con quienes fueron sus detractores.2
Mis interlocutores no se piensan como parte del crimen organizado. Producen goma de opio y portan armas de uso exclusivo del ejército, pero no es la ilegalidad lo que determina si son parte de la criminalidad, sino la forma en que producen riqueza. Desde su perspectiva, el crimen organizado acumula capital a través de la desposesión de otros, mientras que ellos producen dinero a través de su fuerza de trabajo. Los criminales compran la resina de la adormidera – la goma – al precio que quieren, se imponen como los compradores únicos y se apropian de los elementos que constituyen la unidad doméstica campesina, tales como “gallinas, vaquitas, marranos”.3 El margen de ganancia de unos se constituye a costa de la explotación de otros. En ese sentido bien podría decirse que, desde la interpretación de las personas que viven en zonas donde se han producido cultivos ilícitos desde hace décadas, el crimen organizado es la precarización de la ilegalidad a través del ejercicio de la violencia.
La experiencia de la humillación
En la Sierra, abundan las historias de gente que ha elegido permanecer y resistir a la voluntad de dominación de diferentes organizaciones criminales. No duermen. Están en una batalla constante de defensa de su territorio y de su autonomía.
“Es gente que es muy decidida, gente que no le piensa, es gente loca”4, dice Miguel mientras me prepara un café. No tiene más de treinta años. Es uno de los jóvenes de Pueblo Alto que participa en el cuerpo de autodefensas de los pueblos organizados. Le pregunto si vale la pena vivir así, con una sensación de incertidumbre constante, con las armas permanentemente cargadas. Sin dudarlo, me responde: “aquí tienen todo: su patrimonio, su ganado, sus tierras”. Se trata de ranchos clavados en la serranía, donde los que se quedan lo hacen a costa de sí mismos. Quizá ese sea la experiencia más clara de eso que llamamos crimen organizado: la vida se transforma en una dicotomía donde se elige ser amo o esclavo, donde lo que está en juego es la posibilidad de llevar una vida de servidumbre o de muerte en libertad.
¿Qué te hace elegir la segunda opción? En las entrevistas que realicé, la humillación aparecía como una palabra que se repetía al hablar de crimen organizado y del movimiento armado contra las diferentes organizaciones que habían ocupado el pueblo. Lo humillante era no poder caminar dentro de la localidad sin temor a ser requisado o “levantado”; ser castigados con “tablazos” en las nalgas; y no ser capaces de vender su ganado o goma de opio al precio de mercado.
Eventualmente, la rebelión orquestada por una localidad vecina, impulsaría a la gente de Pueblo Alto a formar parte de lo que estaban haciendo en las comunidades aledañas. Expulsaron o asesinaron a las personas que estaban involucradas en el crimen organizado, es decir, en el secuestro, la extorsión y demás actividades basadas en la desposesión del otro. Su objetivo nunca fue aniquilar a sus enemigos por completo. Tal y como me reitera Alberto, un líder moral de la comunidad, dedicado a producir mezcal y goma: “nosotros lo único que queríamos era respeto…nosotros nunca nos armamos para corretearlos o perseguirlos, lo único era que no nos vinieran a humillar aquí”.5
Como expliqué en una entrega pasada, uno de los rendimientos del levantamiento armado es que la gente de Pueblo Alto, en conjunto con localidades vecinas, ha logrado transformarse en un interlocutor de los grupos del crimen organizado.6 Ahora es posible para ellos negociar los términos en los que venden sus mercancías, así como limitar el acceso de grupos de varones armados a su comunidad. Han conseguido revertir, por lo menos por un tiempo, una dominación que parecía inevitable.
El estado como injusticia
La humillación es un sentimiento que sólo puede surgir entre iguales. Es aquello que se desencadena cuando las víctimas se consideran similares a sus perpetradores, no en términos de poder sino, en lo relativo a honor y dignidad.7 Es una emoción que puede sintetizarse en la pregunta: ¿cómo es que tú, que eres equivalente a mí, te atreves a degradarme? Cuando la degradación viene de alguien superior en rango, lo que se experimenta es más parecido a la injusticia. En ese sentido, si la humillación es un sentimiento que refiere a la experiencia misma del crimen organizado, la injusticia es la encarnación de la estatalidad. Así, hablar con la gente de la Sierra de Guerrero es enfrentarse, una y otra vez, a historias que subrayan la arbitrariedad del poder estatal.
En la Sierra, la presencia más clara del estado es la erradicación de cultivos de amapola llevada a cabo por el Ejército Mexicano. Es común que la gente se refiera a las fuerzas armadas como gobierno, lo cual no hace sino develar que la forma de estatalidad que conocen es, típicamente, la punitiva. Como sucede en muchas zonas dedicadas a la producción de enervantes existe un sistema que, a través del uso de radios, alerta la presencia de militares. Basta que alguien anuncie la presencia de soldados a través de las ondas de audio para que se genere una escenificación de vida cotidiana casi bucólica. Los hombres se ponen a practicar algún deporte, las mujeres tienden la ropa. No hay rastros de amapola o goma de opio, no hay sembradíos, ni mucho menos armas. Se trata de la representación de una localidad pacífica de la montaña; sin embargo, detrás de esa fachada, se oculta una relación de profunda violencia entre las fuerzas armadas y la gente de Pueblo Alto.
Desde hace cuarenta años, a Pueblo Alto “llegaba mucho gobierno”. No importaba demasiado si sembrabas o no amapola, el hecho de estar en un centro de producción de la planta ameritaba “unas chinguizas que [te] dejaban tirado”. Las políticas de erradicación continúan, aunque la administración de la violencia no es tan fuerte como antes. “El gobierno cambió, […] fue muy pesado”8, sentencian mis interlocutores de investigación refiriéndose a la intensidad y frecuencia de las agresiones físicas y cómo éstas han disminuido desde la década de 1980; sin embargo, lo violento tiene otra cara. Lo que produce un sentimiento de rabia o indignación es observar que, a pesar de que los productores de amapola tienen un contacto frecuente con las fuerzas armadas, éstas sólo están ahí para eliminar los cultivos, pero no para proteger a sus propietarios. En ese sentido, lo injusto es que la fuerza de la ley se aplique a los cultivadores y no a aquellos que se encargan de extorsionarlos. La producción de orden está sustentada en una represión de ciertos sectores, en muchos casos, el eslabón más débil de la cadena del narcotráfico, y una indolencia que no hace sino fortalecer a otros.
Algunos comentarios finales
La etnografía permite rastrear los cambios en el tráfico de drogas, las formas matizadas en que se reprime o castiga y las valoraciones emocionales que las personas hacen respecto a su propia vida. En este texto traté de mostrar qué se concibe por crimen organizado y cómo es que éste se asocia con un sentimiento de humillación. En ese sentido, señalo que esta emoción permite entender los efectos de ciertos tipos de criminalidad en el cuerpo y explica, hasta cierto punto, por qué las personas se rebelan ante regímenes de autoridad que ejercen una violencia injustificada.
A diferencia de la humillación, en el manuscrito expuesto, la injusticia no genera una reacción grandilocuente, sino más bien produce parálisis o impotencia. Aunque no puedo desarrollarlo aquí, sospecho que el hecho de que todas las personas de Pueblo Alto estén, de una manera u otra, involucradas en la economía de la amapola inhibe su capacidad de acción política. Tal y como señaló un antiguo cultivador de amapola que ahora se dedica a la producción agrícola legal: “aquí el gobierno nos trata como de tercera y como saben que uno le echa goma pa’ subsistir, dicen: si se ponen roñosos, tú dirás, tú eres amapolero, así que bájale”.9 De esa manera, la aplicación discrecional de la ley funciona como una forma de control político sobre ciertas poblaciones. Es así como en las zonas altas de Guerrero, la estatalidad se vive como la producción de un orden arbitrario que favorece a algunos, vulnera a otros y ante el cual no se puede hacer demasiado.
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Notes
- Monsiváis, “Del levantón de algunas hipótesis sobre el narco”, Política común, vol. 2, 2012. ↩︎
- Entrevista colectiva, 23 de diciembre de 2020, Pueblo Alto. ↩︎
- Ídem. ↩︎
- Entrevista a Miguel, 25 de diciembre, Pueblo Alto. ↩︎
- Entrevista colectiva, Ibídem. ↩︎
- Ver Irene Álvarez Rodríguez, “Capítulo 2. Narcotráfico y capitalismo rural en la sierra de Guerrero” en esta serie, marzo de 2021. ↩︎
- Frevertis, Ute. The Politics of Humiliation: A Modern History, Oxford University Press, Oxford, 2020. ↩︎
- Entrevista colectiva, Ibídem. ↩︎
- Idem. ↩︎