Introducción
En México, durante gran parte del siglo XX, los procesos electorales y la violencia estuvieron estrechamente vinculados. A medida que se aproximaban las contiendas electorales diversos actores como la prensa, las clases políticas y grupos de inteligencia se entretenían discutiendo sobre las posibilidades de que ocurriese algún tipo de violencia que llevara eventualmente a un derramamiento de sangre durante o después de las elecciones.
A menudo, estas predicciones fallaban y provocaban sorpresa entre muchos, por lo baja que era su expectativa de que la tranquilidad reinara durante los comicios.1
En el presente ensayo se estudian los distintos tipos de violencia ocurridos durante y después de los procesos electorales, y se analiza cómo la frecuencia e intensidad de esta violencia fue cambiando a lo largo del siglo XX. A continuación identificamos tres periodos: primero, la “democracia del pistolero” (1910-1952), segundo, la “democracia dirigida” (1953-1994), y tercero, la “democracia abatida” (1994 al presente).
Durante estos tres momentos, México gozó de cierto nivel de democracia. Sin embargo, también experimentó fases marcadas por lo que podemos llamar una democracia “con adjetivos”.2
La “democracia del pistolero” (1910-1952)
Durante el primer periodo de la llamada democracia del pistolero, que se extiende desde las guerras civiles de la revolución hasta inicios de la década de 1950, las posibilidades de que las votaciones desembocaran en violencia eran bastante altas.
La represión de la candidatura presidencial de Francisco Madero en 1910, que dio inicio a la Revolución mexicana, es considerada como la primera campaña masiva y moderna en la historia de México en donde el tren, el telégrafo y los periódicos jugaron un papel determinante en compensar la falta de carisma de Madero. Para el año 1920 los enfrentamientos armados habían cesado con la candidatura presidencial de Álvaro Obregón, que a su vez había sido socavada por el Primer Jefe de la Revolución, Venustiano Carranza. Como resultado, Carranza fue ajusticiado en las montañas al este de la Ciudad de México en Tlaxcalantongo, Puebla. El asesinato de Carranza le permitió a Obregón crear la primera de las iglesias políticas del siglo veinte en México, y además permitió poner fin a “la guerra de los vencedores” al conceder la amnistía a los guerrilleros en favor de la estabilidad de un Estado aún incipiente y en desarrollo.
Sin embargo, aquí no termina la historia, ya que la iglesia de la revolución fue fundamentalmente cismática. La campaña de las elecciones presidenciales de 1924 provocó el levantamiento de más de la mitad del ejército, encabezado por Adolfo de la Huerta. Según cuenta la leyenda, Obregón le dijo a su compañero norteño que estaba sobrecalificado para ser presidente, mientras que consideraba que Plutarco Elías Calles era tan incompetente que terminaría sin hogar y sin la presidencia. Por su parte, los generales, algunos más cercanos a los ideales democráticos que otros, se rebelaron en contra de las amañadas elecciones presidenciales de 1928 y 1929. Por su parte, las elecciones de 1928 llevaron al asesinato del mismo Obregón, ultimado a balazos en un café por José de León Toral, un caricaturista errante. El elegido por el Partido Nacional Revolucionario (PNR) para su reemplazo, Pascual Ortiz Rubio, recibió un disparo no letal en la cabeza (Ortiz vivió hasta la década de 1960) después de que el día de las elecciones hombres fuertemente armados asesinaran al menos a diecinueve personas en la Ciudad de México.3
A su vez, las elecciones de 1934 que dieron el triunfo a Lázaro Cárdenas transcurrieron de manera más o menos pacífica, un caso atípico para la época; sin embargo, en 1940 los enfrentamientos callejeros dejaron decenas de muertos en la Ciudad de México, mientras que en 1952 la policía y caballería mataron e hirieron a numerosos manifestantes en la Alameda y arrestaron a más de quinientos personas.4 Incluso las elecciones de 1946 que habían sido descritas como el inicio de una etapa democrática y pacífica en la historia del país, fueron, hasta cierto punto, violentas. La rebelión, aunque débil y oculta, que había sucedido en el norte de Guerrero, y las noticias de que el candidato perdedor de los comicios se dirigía con un pequeño convoy desde San Francisco hacia la frontera, evidenciaban cómo la violencia persistía.5
Sin embargo, la mayor parte de la violencia electoral no sucedió de manera oculta en absoluto, tal y como lo evidencian las memorias políticas que, en ocasiones, se asemejan a escenas de la película Pulp Fiction. En 1928, por ejemplo, el embajador de los Estados Unidos en México le dijo al candidato presidencial de entones José Vasconcelos, con un entusiasmo al estilo de Tarantino, que él no era material presidencial porque no era bueno disparando a la gente.6 Por otro lado, Gonzalo N. Santos, congresista, gobernador y conocido por ser un hombre duro, describió en sus Memorias una serie de acontecimientos violentos de los que fue parte. Entre ellos relata como “la cámara todavía olía a pólvora” al referirse a los tiroteos ocurridos en el Congreso, y sobre cómo el día de las elecciones en 1940 había ametrallado a votantes de la oposición en los alrededores de las Lomas de Chapultepec, y de su prisa por limpiar la sangre de un puesto de votación donde el presidente saliente Cárdenas se dirigía a votar y la reacción de éste, con su típica cara de póquer, que hizo notar lo limpio que estaba el puesto de votación.7
En este mismo sentido, Robert Marett, viajero y diplomático inglés, describió a los políticos mexicanos como vaqueros o apostadores ya que siempre llevaban consigo un arma. Incluso el personaje de la novela del escritor Martín Luis Guzmán, el diputado Axkaná González había sido descrito como “indiscutiblemente civil” por el modo torpe en que llevaba su arma en la cintura en un mundo donde las elecciones “no se trataban de votos; se trataban de cachiporras y pistolas, cuchillos y navajas”.8 Por su lado, diversos periodistas extranjeros escribían historias sensacionalistas acerca de la violencia que se vivía en esta época y la repulsión que esto generaba. Por lo general acompañaban a estas historias con fotografías de Robert Capa y con titulares como “Los mexicanos celebran una elección ‘libre’ para Presidente a costa de 100 muertos”.9 A su vez, los votantes aunque compartían esa misma repulsión ante los incesantes actos de violencia, también habían aprendido la disuasión.
La “democracia dirigida” (1953-1994)
Es quizás esta una de las razones por la que la gran mayoría de la violencia electoral en la cúspide (y particularmente en el centro del país) ocurre antes de 1952. Como consecuencia, los votantes con justa razón dejaron de creer que su voto y su participación podían influir realmente en las elecciones. El uso de carros blindados y la caballería, así como la disolución del partido perdedor henriquista, simbolizaron y además contribuyeron a provocar un claro punto de inflexión: el fin de la competencia partidaria por la presidencia que duraría treinta y cinco años.
De acuerdo con el embajador de entonces de los Estados Unidos en México, el país permanecía “tranquilo” en el período previo a 1958, una observación que ninguno de sus predecesores estadounidenses se había atrevido a decir.10 En este período conocido como la “democracia dirigida” (1953-1994) no sucedieron ninguno de los asesinatos presidenciales que marcaron la historia de los Estados Unidos en el mismo período; no hubo tiroteos como los ocurridos a John F. Kennedy, Robert F. Kennedy o Ronald Reagan. Tampoco hubo un equivalente a lo sucedido en la Convención Demócrata de 1968 en Chicago; sino por el contrario, las protestas se limitaron a debilitar los acarreos, y a demostrar su descontento como lo hizo el sindicalista Fidel Velázquez cuando apareció con un rostro pétreo junto a un presidente neoliberal. Incluso las protestas estudiantiles de 1968 no tuvieron como objetivo la reivindicación de derechos en temas electorales.
No obstante, a pesar de que ocurrieron continuas palizas, encarcelamientos, apuñalamientos y tiroteos durante los procesos electorales, éstos ocurrieron a nivel local, y sucedían con mayor frecuencia a medida que la votación se alejaba de las ciudades y se elegían puestos de menor importancia en la escalera política. Las elecciones que más les generaba interés a los mexicanos y por las que más podían hacer eran las elecciones de alcaldes y gobernadores. Sucedía que si suficientes votantes se interesaban y participaban, el control de los gobiernos locales podía perderse o ganarse y los gobernadores podían ser vetados o despedidos. Por esta razón, la violencia permaneció siendo un elemento importante en las provincias durante todo el siglo veinte.
Por esta razón podemos observar como la violencia, contra-intuitivamente, era un indicador del instinto democrático y la competencia electoral. Cualquier persona podía participar, y en el caso de que fueran elecciones controvertidas, la multitud de personas -en el sentido francés de un pueblo en armas, no los acarreados- era socialmente más diversa que cualquier otra que existió en el París revolucionario. En los pueblos no había muchos espacios como convenciones partidarias, sino que más bien era el pueblo mismo en multitud el que generaba esos espacios de intercambio en sus pueblos.
Por otra parte, los principales actores de la violencia electoral eran sin duda los profesionales, luchadores callejeros, policías (sobre todo los municipales), matones sindicales, pistoleros y soldados. Su papel era garantizar la victoria del candidato favorecido, “el bueno”, durante las cuatro etapas del proceso electoral: en la selección de candidatos de partido, ya sea por votación en bloque en una convención o por elecciones primarias; en la emisión de votos el día de las elecciones; en el recuento de votos; y en el día de la toma o el traspaso de poder. Esto lo lograban mediante el uso dos tipos de violencia: la disuasoria, que buscaba desanimar a los electores problemáticos y sus candidatos mediante intimidaciones, golpizas, encarcelamientos y asesinatos; y la persuasiva, que fabricaba los números de votos necesarios para obtener la victoria apoderándose de los centros de votación, protegiendo el carrusel de votantes contratados que daban vueltas y vueltas por los centros de votación emitiendo el voto una y otra vez, y ultimadamente, robando urnas que daban demasiados votos a la oposición.
Pese a estas prácticas, la violencia electoral no siempre fue meramente represiva, en ocasiones los votantes manifestaron su inconformidad. Esto podía suceder en cualquiera de las etapas de las elecciones, sin embargo, era más efectivo cuando ocurrían disturbios el día del traspaso de poder, cuando los manifestantes armados se reunían para tomar el ayuntamiento y así instalar como alcalde a su candidato predilecto. Como resultado de lo que podemos llamar “el poder colectivo por disturbios” podían ocurrir distintos escenarios de repuesta. El gobernador, por ejemplo, podía decidir mantener los resultados con el riesgo de generar aún más violencia y la atención no deseada de la Ciudad de México. También podía decidir anular los resultados e instalar un candidato de consenso o bien, simplemente ceder la elección a la oposición. En última instancia, también algunos podían trasladar el problema al ejército, instalando así una pequeña dictadura militar. El primer escenario sin duda era arriesgado, ya que daba la posibilidad de que ocurriese una masacre o incluso una rebelión mayor. Rubén Jaramillo, Genaro Vázquez y Lucio Cabañas son ejemplos de cómo algunos prefirieron irse a la sierra cuando perdían las elecciones. El segundo escenario podía ser visto como signo de debilidad y podía incluso alentar a otros a rebelarse más adelante. Por último, el tercer escenario no era realmente posible debido a la desmilitarización ocurrida en la década de 1940. En suma, todos los escenarios de respuesta eran desalentadores.
Los dirigentes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) forzados a realizar un cambio, buscaron desarrollar un enfoque más preciso para la selección de sus candidatos, el proceso de auscultación (cuando se “toma el pulso” de los votantes) se realizaría con más cuidado antes de continuar con el proceso de orientación, donde se buscaba dirigir o bien “orientar” a los electores sobre a quién debían elegir. Al mismo tiempo, el PRI eliminó las primarias, reduciendo drásticamente los canales institucionales que facilitaban la competencia política. Mientras la cúpula de dirigentes se mantenía, los gobernadores eran despedidos por el mal manejo de las situaciones de violencia y esto, a su vez, alertaba a sus sucesores de la necesidad de prevenir esos actos de violencia una vez en el poder.
Entre 1946-1947 los gobernadores de Guanajuato y Chiapas fueron despedidos por los disturbios y las masacres ocurridas después de las elecciones. Después de estos acontecimientos, se sentó un precedente que se reflejó en las razones por las cuales se despedía o se destituía un gobernador. Éstos no perdían sus puestos por el surgimiento de violencia durante las elecciones, si no que lo hacían por razones de otra índole como por su propia incompetencia, por incapacidad económica, por protestas estudiantiles, o bien por un disgusto generalizado entre la población.11 Ante este nuevo escenario, la militancia reactiva declinó (pocos ayuntamientos fueron tomados durante los siguientes cuarenta años), y además gestó un nuevo tipo de alcalde. Sin embargo, estos cambios no se tradujeron en la instauración de una militancia más representativa, por el contrario, los trabajadores sindicalizados fueron casi en su totalidad sacados de los ayuntamientos mientras que se abría paso a nuevos actores cercanos a la burguesía, aunque menos controvertidos que sus predecesores.12
Si bien la violencia electoral no desaparece por completo, con excepción de las campañas navistas en San Luis Potosí, sí disminuye, y en gran medida desaparece, y queda confinada a lugares más alejados del país y al breve período en que el PRI instigaba las primarias en la década de 1960 provocando de nuevo más violencia. Durante la década de 1980 la inestabilidad política vuelve a irrumpir a escala nacional cuando el PRI entra en declive terminal y la competencia electoral se consolida. Parte de los nuevos peligros consistían en la intimidación y amenazas, como ocurrió en las contiendas de gobernadores en la década de 1980 cuando no se pudo derrotar a la oposición, o cuando surgieron rumores de la inconformidad del ejército, o durante la contienda presidencial de 1988 cuando Miguel de la Madrid convocó a la Guardia Presidencial para que estuviera lista en el sótano del Palacio Nacional, o bien cuando Cuauhtémoc Cárdenas justo antes de votar en los comicios de 2000 llamó a Vicente Fox “traidor a la patria”.
Al mismo tiempo, durante este periodo aparece otro tipo de violencia, lo que se podría llamar un retroceso hacia la democracia del pistolero debido a los asesinatos de candidatos locales de la oposición que ocurrían de manera generalizada, a los asaltos en los ayuntamientos y a los asesinatos de miembros de las cúpulas partidarias, como ocurrió al candidato presidencial Luis Donaldo Colosio y al secretario general del partido José Ruiz Massieu. No obstante, durante las últimas décadas del siglo veinte, la violencia electoral que imperó a nivel nacional fue la de la guerra cibernética, si es que podemos contarla como violencia, y que ocurrió cuando durante las elecciones presidenciales de 1988 se sabotearon unas computadoras que, al parecer, contaban demasiados votos de la oposición para la comodidad de muchos. Ahora bien, los tipos de violencia más importantes de todos, como el autogolpe o bien el golpe de estado, el asesinato de un presidente en ejercicio o bien una rebelión nacional propiamente dicha, nunca se materializaron, y para el año 2000 el PRI había perdido la presidencia.
Conclusión – La “democracia abatida” (1994 al presente)
La llegada de la democracia, o al menos la caída final del poder por parte del PRI, iba a traer consigo cierto abatimiento. Eso lo podemos observar si recordamos lo acontecido en la noche en el Zócalo cuando Cárdenas gana el Distrito Federal y decenas de miles de personas salen a celebrar y un loro en el hombro de un Prdista canta “uno, dos, tres / chinga su madre el PRI”; o bien si recordamos cuando el embajador francés manifestó que no podía estar más contento ya que Francia había ganado la Copa de Europa y el PRI había perdido las elecciones; o cuando a las dos de la mañana en el Ángel de la Independencia Vicente Fox radiante y sudoroso repetía “ahora festejamos, mañana trabajamos”.
Ahora bien, este abatimiento parece no sólo ser producto del cambio de hacer campaña a efectivamente gobernar. Las siguientes elecciones presidenciales de 2006 llevaron a Felipe Calderón al poder y a un millón de simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador a ocupar el centro de la Ciudad de México. La declaración inmediata de la guerra contra las drogas por parte de Calderón fue una estrategia inescrupulosa para distraer y al mismo tiempo legitimar al ejército. El aumento del consumo interno de drogas comparativamente mantenía al país con una de las tasas de consumo más bajas del mundo, por lo que no existía realmente una razón de Estado que justificara la militarización del campo mexicano. La decisión de Calderón dio inicio a una guerra que ha dejado más mexicanos muertos o desplazados que la Cristiada. En momentos donde este tipo de ultraviolencia criminal – y la abundante violencia política cotidiana que encubre – la violencia electoral, en sentido estricto, es una gota más en el balde.
Ahora bien, si, por el contrario, la violencia contemporánea es vista como producto de esa estrecha victoria en las elecciones de 2006, y de la imprudente y moralmente corrupta decisión de un presidente como Calderón en continuar una guerra innecesaria e imposible de ganar, entonces toda violencia contemporánea es, a la postre, electoral. De ahí que la aparición de una especie de nostalgia mexicana por los viejos tiempos de la democracia “dirigida” donde predominaban los encarcelamientos, golpizas, disturbios y asesinatos, es hasta cierto punto, trágicamente comprensible.
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Notes
- “Two Dead, Ten are Hurt After Mexican Election: Only Clash of Day”, New York Herald Tribune 1928. Ver Vanessa Freije, Citizens of Scandal: Journalism, Secrecy, and the Politics of Reckoning in Mexico (Durham: Duke University Press, 2020), 183. ↩︎
- Gonzalo N. Santos, Memorias (México DF, 1984), 255-256; Enrique Krauze, “Por una democracia sin adjetivos”, Vuelta, 1984. ↩︎
- John W.F. Dulles, Yesterday in Mexico: A Chronicle of the Revolution, 1919-1936 (Austin: University of Texas Press, 1961), 475. ↩︎
- Carlos Martínez Assad, El Henriquismo, una piedra en el camino (México DF, 1984), 58-60. ↩︎
- Gurrola to Gobernación, 16 November 1946, AGN/DGIPS-792/2-1/46/425; Gobernación to SEDENA, 27 November 1946, AGN/DGIPS-793/2-1/46/428; Baig Serra to Gobernación, 27 November 1946, AGN/DGIPS-792/2-1/46/425. ↩︎
- José Vasconcelos, “El Proconsulado” in Obras Completas (4 vols., México DF, 1957), vol. ii, 80. ↩︎
- Santos, Memorias, 460-461, 720. ↩︎
- Robert H.K. Marrett, An Eye-Witness of Mexico (London, 1939), 9; Martín Luis Guzmán, Obras Completas vI (México DF: Fondo de Cultura Económica, 1984), 502, 1056. ↩︎
- Life, July 22, 1940. ↩︎
- Eric Zolov, The Last Good Neighbor: Mexico in the Global Sixties (Durham, NC: Duke University Press, 2020), 21. ↩︎
- Carlos Moncada, ¡Cayeron! 67 gobernadores derrocados (1929-1979) (México, 1979), 390-392. ↩︎
- Benjamin T. Smith, “Who Governed? Grassroots Politics in Mexico under the Partido Revolucionario Institucional, 1958-1970,” Past and Present 225:1 (November 2014). ↩︎